jueves, 5 de marzo de 2009

El sexo de la palabra matrimonio

Por Mario A. Villar
El matrimonio homosexual ha tenido una victoria en California. El jueves pasado la Corte Suprema de California dictó una sentencia en la que se considera que los homosexuales tienen derecho a contraer matrimonio civil. La sentencia es muy extensa, por lo que me relevo de hacer un comentario jurídico exhaustivo; me dedicaré a lo que considero el argumento central. Para entrar en él hay que tener en cuenta que lo que allí separa la “domestic partnership” del matrimonio es, simplemente, la orientación sexual de los contratantes. La ley que regula esta sociedad doméstica otorga los mismos derechos sustantivos que el matrimonio. El agravio es que llamarla de otra forma distinta al matrimonio implica un menoscabo a la igualdad. Es interesante que el tópico central sea la palabra con la que se designa la unión. No se trataba de derechos, sino de un estatus lingüístico, un nombre.En la edad media se discutía si las palabras representaban una esencia propia y definida de las cosas o si simplemente se trataba de una relación arbitraria proveniente del uso y la costumbre o de la intencionalidad de los hablantes. La posición dominante, en esa época donde la cuestión teológica era su sustrato principal, era que había una esencia y que ella provenía de Dios, por lo cual las palabras no eran aplicadas al azar. Los nominalistas abjuraban de tal esencia y sometían el lenguaje al arbitrio y a la costumbre.Esta disputa puede explicarse a través de una historia, contada en un mito hebreo, acerca del nombre de las cosas. Dios planteo una especie de concurso entre Adan y Samael, nombre del diablo cuando era bueno, para determinar quien era más sabio. Entonces, Dios señalaba algo y ambos debían tratar de descubrir el nombre. Pero, como Dios jugaba a favor de Adan le dio a entender que la primera letra de cada pregunta indicaba el nombre de lo señalado por Dios. Samael se enojó porque Dios le daba entendimiento a una criatura hecha con polvo; luego de ello, lo arrojó al infierno.Para tranquilizar al lector, no creo que los nombres sean esenciales para la comprensión de las cosas, basta que tengan un significado social y que su asignación pueda servir a la comprensión intersubjetiva. Muchas palabras diferentes para instituciones sociales, sólo puede significar una intención de destacar las características que dividen a los que quedan de un lado o del otro de la línea, en desmedro de las que unen, igualan o aproximan. Discriminar en las palabras puede discriminar en la vida, esencia o no esencia.En especial en este mundo en que constantemente se nos crea la impresión de que las palabras y las cosas están unidas en forma indisoluble. Así una zapatilla es mejor que otra sólo porque dice “Niké” o un libro es mejor porque es “best seller” o un teléfono funciona mejor porque lo usa un actor de novelas carilindo. De esta manera el nombre pesa en nuestras elecciones y en nuestras relaciones; para bien o para mal, nuestra sociedad está marcada por la palabra y por la imagen que separa lo incluido de lo excluido. Por lo que estos signos cambian nuestra vida; si las palabras crean mundos, el problema es la calidad de esos mundos.Aldous Huxley escribió un a vez que “el lenguaje contiene una gran cantidad de sabiduría fósil, y muchas locuciones arrojan bastante luz en las intuiciones de épocas anteriores sobre los problemas del hombre.”La sabiduría puede ser reconocer que las cosas cambian con el tiempo y las palabras significan lo que la sociedad presente pretende representar con ellas. Si las palabras dividen y crean un conflicto, al diablo con ellas. Hay una paradoja en nuestra sociedad, por un lado, divide permanentemente y, por el otro, pretende ser tolerante con lo diferente. El reto es abandonar la exaltación de la diferencia y lograr una comunidad que supere la tolerancia y viva la diversidad en igualdad.
Addenda:
Este comentario no pretende dar una solución jurídica al tema, solo pretende decir que si la cuestión en debate sólo pasa por la palabra que usamos para designar una institución social y no por el haz de derechos y obligaciones que la misma aglutina, no vale la pena discutir más. Si se trata de una palabra, sólo se trata de discriminar por cuestiones que no pueden válidamente ser fuente de desigualdad. Una palabra no es una razón.

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